En el corazón de Quito, bajo el cielo estrellado y el brillo pálido de la luna, la Plaza de San Francisco albergaba un secreto que pocos se atrevían a revelar y que pocas personas conocen. Cada sábado, cuando las campanas marcaban la medianoche, un hombre aparecía en la plaza, como si emergiera de las sombras mismas. Vestía un traje adornado con plumas y bordados coloridos, símbolos que parecían contar historias de tiempos inmemoriales.
Su danza era hipnótica, una mezcla de movimientos fluidos y pasos enérgicos que resonaban con el eco de los tambores invisibles. Pero lo que realmente estremecía a los espectadores eran los destellos de luces anaranjadas que surgían de sus pies al tocar el suelo empedrado de la Plaza de San Francisco. Estas luces danzaban junto a él, formando figuras que parecían cobrar vida por un instante antes de desvanecerse en el aire nocturno.
Los rumores comenzaron a correr. Algunos decían que era el diablo disfrazado, un ser que usaba su baile para atraer a los incautos. Su rostro, siempre estaba cubierto por una sombra inexplicable. Ninguno de los curiosos que se acercaban a la plaza podía describirlo con certeza, era como si sus facciones se desvanecieran en cuanto intentaban fijar la mirada.
A pesar de las advertencias y las historias aterradoras, hubo quienes se armaron de valor para hablar con él. Las pocas personas que se atrevían a hablar con él manifestaban que su nombre era Lerón. Con voz grave, decía ser miembro de una comunidad indígena desconocida, ubicada en un lugar tan remoto que apenas aparecía en los mapas. “Bailo para recordar a mis ancestros y mantener viva su memoria,” explicó en una ocasión a un joven curioso que lo encontró en un rincón de la plaza.
Sin embargo, las historias sobre él no se limitaban a su origen. Algunos aseguraban haberlo visto caminar entre la niebla al amanecer, desapareciendo antes de que el sol iluminara la ciudad. Otros afirmaban que su danza podía invocar visiones: paisajes ancestrales, rostros de otros tiempos, y hasta el sonido de cánticos antiguos que parecían provenir de la nada.
Una noche, un grupo de comerciantes decidió desafiar el mito. Ocultos entre los pilares de la Iglesia de San Francisco, observaron a Lerón en silencio. El danzante apareció, como siempre, justo a la medianoche. Pero esta vez, algo fue diferente. Mientras bailaba, los destellos anaranjados comenzaron a intensificarse, formando círculos de luz que rodearon su figura. Los hombres juraron que, por un instante, el suelo de la plaza desapareció bajo sus pies, revelando un abismo lleno de fuego y sombras que los observaban. Llenos del miedo, huyeron y nunca volvieron a hablar del tema.
Con el tiempo, la leyenda de Lerón se extendió por todo Quito. Para algunos, era un guardián de secretos ancestrales, un puente entre el mundo terrenal y lo divino. Para otros, era una advertencia, un recordatorio de que hay misterios que no deben ser desafiados.
Una madrugada, después de años de apariciones, Lerón simplemente desapareció. Su última danza, según cuentan, fue la más espectacular. Las luces formaron figuras que ascendieron al cielo, y su silueta se desvaneció en un resplandor que dejó a la plaza envuelta en un silencio absoluto.

Hoy en día, la Plaza de San Francisco sigue siendo testigo de la vida cotidiana de Quito, pero para los más atentos, los sábados a la medianoche pueden escuchar, muy débilmente, el eco de un tambor y el susurro de plumas al viento. Los más valientes aseguran que si caminas por las piedras de la plaza y cierras los ojos, puedes sentir una cálida luz anaranjada envolviéndote, como un saludo de Lerón, el danzante eterno.
Autor: Sebastián Cruz.
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