En lo alto de las montañas de los Andes ecuatorianos, el pequeño pueblo de San Isidro, en la provincia del Carchi, se preparaba para su fiesta más importante: la celebración en honor a la Pachamama y San Juan. Era una fiesta llena de colores, música y tradición, y en el centro de todo estaba Miguel, el danzante más joven de su generación.
Miguel había heredado la responsabilidad de liderar la danza de las vacas locas. Estas figuras, hechas de madera y alambre, estaban cubiertas de luces, papel brillante y fuegos artificiales. Representaban la abundancia de la tierra, la conexión con los ancestros y la protección del pueblo contra los males. Cada año, los danzantes recorrían las calles con las vacas locas encendidas, seguidos por una banda que tocaba pasacalles y sanjuanitos, mientras los habitantes bailaban y cantaban.
La preparación comenzaba semanas antes. Miguel, junto con los mayores de la comunidad, trabajaba en las vacas locas. Cada una debía ser única, con cuernos adornados con cintas de colores, ojos de cristal que brillaban al sol, y luces que se encendían al caer la noche. Mientras las construían, los ancianos contaban historias sobre cómo estas figuras fueron un símbolo de resistencia contra los colonizadores.
El día de la fiesta, el pueblo se transformaba. Las casas se decoraban con guirnaldas de flores, los balcones se llenaban de banderas, y el aire se llenaba con el aroma de platos típicos como mote, fritada y el infaltable champús de maíz. Miguel vestía su traje tradicional: una camisa bordada a mano, pantalón de colores vivos y un pañuelo rojo alrededor del cuello. En su cabeza llevaba un sombrero adornado con plumas y espejos que reflejaban la luz del sol.
Cuando el sol comenzaba a ponerse, los danzantes salieron a la plaza principal, cargando las vacas locas. Miguel, con la figura más grande y luminosa, lideraba el desfile. La música retumbaba en el aire, las risas de los niños se mezclaban con el sonido de los fuegos artificiales, y el cielo se iluminaba con destellos multicolores.
Para Miguel, la danza no era solo un espectáculo; era un acto de conexión. Cada paso que daba, cada giro con la vaca loca sobre sus hombros, era una ofrenda a la Pachamama, un agradecimiento por las cosechas y una súplica por la prosperidad de su pueblo. Sentía el calor de las luces, el peso de la tradición y la fuerza de sus ancestros en cada movimiento.
A medida que avanzaba la noche, las vacas locas recorrían cada rincón del pueblo, deteniéndose frente a las casas donde los habitantes ofrecían chicha y frutas a los danzantes. La última parada era la iglesia, donde, bajo el repicar de las campanas, los fuegos artificiales estallaban en una sinfonía final.

Al amanecer, cuando el fuego de las vacas locas se extinguía y el silencio reemplazaba la música, Miguel y los demás danzantes se sentaron juntos, agotados pero satisfechos. Miraban el horizonte, donde el sol comenzaba a teñir de naranja y rosa las montañas. Para ellos, la tradición no era solo un recuerdo del pasado, sino un puente hacia el futuro, una forma de mantener viva la identidad de su pueblo.
A pesar del cansancio, Miguel sonreía. Sabía que, como danzante, era parte de algo mucho más grande que él: un legado que debía proteger y transmitir a las generaciones futuras.
Autor: Sebastián Cruz.
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