En el corazón de Quito, cuando el sol comienza a ocultarse tras los Andes, el cielo se tiñe de un naranja ardiente que parece envolver la ciudad en un abrazo cálido. Los quiteños siempre han admirado este fenómeno, pero pocos conocen la verdadera historia detrás de ese resplandor que parece mágico.
Cuenta la leyenda que, hace siglos, cuando Quito era solo un pequeño poblado rodeado de montañas, el cielo era de un azul tan claro que parecía un espejo del paraíso. Sin embargo, todo cambió cuando llegó a estas tierras un viajero misterioso llamado Kael, quien portaba una joya peculiar: un cristal del tamaño de una manzana que destellaba con un brillo anaranjado intenso. Decía ser un fragmento del «Corazón del Sol», un artefacto celestial robado a los dioses.
Kael, un alquimista exiliado, buscaba un lugar donde pudiera esconder su tesoro, pues los dioses enviaban criaturas aladas para recuperar lo que les pertenecía. Decidió refugiarse en las montañas de Quito, donde el cristal no sería fácilmente encontrado. Sin embargo, el poder del Corazón del Sol era inmenso, y con cada día que pasaba, comenzaba a alterar el entorno.
Primero, las flores en las laderas adquirieron tonos dorados y rojizos que nunca antes se habían visto. Luego, los ríos reflejaron un brillo cálido incluso en la oscuridad. Finalmente, el cielo comenzó a cambiar. Cada atardecer, el cristal absorbía los rayos del sol, transformándolos en una danza de naranjas, rojos y púrpuras que se extendían sobre la ciudad.
Los lugareños, fascinados por la belleza del cielo, comenzaron a rendir culto al fenómeno, creyendo que los dioses les habían bendecido con un espectáculo celestial. Pero Kael sabía la verdad: el cristal no era un regalo, sino un faro que eventualmente revelaría su ubicación.
Una noche, mientras el cielo ardía en tonos intensos, llegaron las criaturas enviadas por los dioses: enormes seres alados con plumas doradas y ojos que brillaban como estrellas. Descendieron sobre las montañas, buscando el cristal. Kael, desesperado, subió al punto más alto de la ciudad, llevando el Corazón del Sol consigo. Allí, en un último acto de sacrificio, rompió el cristal en mil pedazos y lo lanzó al viento.

Los fragmentos se esparcieron por todo el cielo, mezclándose con las nubes y quedando suspendidos en el aire. Desde entonces, cada atardecer en Quito es un recordatorio de ese sacrificio. Los fragmentos del Corazón del Sol todavía brillan, pintando el cielo de naranja y bañando la ciudad con una luz mágica.
Dicen que, si observas el cielo anaranjado con suficiente atención, puedes ver destellos que se mueven como si tuvieran vida propia. Algunos creen que son los últimos fragmentos del cristal, otros aseguran que son los espíritus de las criaturas, aún buscando lo que se les arrebató.
Autor: Sebastián Cruz.
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