Había una vez un hombre muy rico llamado don Ramón, que vivía como si fuera un rey. Su rutina era sencilla: desayunaba temprano, tomaba una siesta, almorzaba y, por la tarde, perfumado, salía a pasear. Su destino habitual era la Plaza Grande, donde se detenía frente al gallo de la Catedral y, con burla, exclamaba:
– ¡Qué gallito más ridículo! ¡Vaya disparate de gallo!
Luego, bajaba por Santa Catalina y se dirigía a la tienda de doña Mariana, donde se quedaba tomando mistelas hasta la noche. Cuando regresaba a casa, con las mejillas sonrojadas por el licor, gritaba frente a la Catedral:
– ¡No hay gallo que se me compare! ¡Ni siquiera el gallo de la Catedral!
Don Ramón se consideraba el mejor «gallo» del mundo. En una de esas ocasiones, al pasar cerca del gallo, volvió a burlarse:
– ¡Qué tontería de gallo! ¡Ni caso le hago al gallo de la Catedral!
De repente, sintió un dolor agudo en las piernas, como si una gran espuela lo hubiera herido. Cayó al suelo y, para su sorpresa, el gallo lo sujetaba, inmovilizándolo. Una voz grave le advirtió:
– ¡Prométeme que no volverás a tomar mistelas!
– ¡No beberé ni agua! – respondió don Ramón.
– ¡Prométeme que jamás volverás a insultarme!
– ¡Ni siquiera mencionaré tu nombre!
La voz le ordenó entonces:
– ¡Levántate! ¡Pobre de ti si no cumples tu palabra de honor!
Agradecido, don Ramón respondió:
– Gracias por tu perdón, gallito.
El gallo, satisfecho, volvió a su lugar en la torre. Fue entonces cuando don Ramón reflexionó: ¿cómo pudo un gallo de fierro bajar para enfrentarlo? Poco después, descubrió la verdad: sus amigos le habían jugado una broma para quitarle el vicio de las mistelas.
Leyenda tomada de: «Hasta la vuelta, Señor…«
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