Doña Carmela llevaba más de cuarenta años vendiendo espumilla en la Plaza de San Francisco. Su carrito, adornado con flores de papel y una campana de bronce, era tan conocido como su cálida sonrisa. Nadie sabía que su receta tenía un secreto, uno que le fue transmitido por su abuela en un susurro: la espumilla no solo endulzaba los paladares, sino también los recuerdos.
Cada cucharada que un cliente probaba despertaba en ellos una memoria olvidada. Una mujer recordó el aroma de la cocina de su madre; un anciano revivió la emoción de su primer amor; un niño soñó con el abrazo de su abuelo, a quien nunca había conocido.

Una tarde, un hombre joven, de mirada perdida y traje desgastado, se acercó.
—Una espumilla, por favor —pidió, sin levantar la vista.
Doña Carmela le sirvió con cuidado, observando sus manos temblorosas. Al probar la primera cucharada, el joven dejó caer la cuchara. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Mi madre… solía hacer espumilla los domingos. Murió cuando era niño. Había olvidado cómo sabía su amor.
Carmela sonrió con ternura.
—Los recuerdos nunca se pierden del todo. Solo necesitan un poco de azúcar para volver.
Desde entonces, el joven regresó cada semana, como muchos otros, buscando en la espumilla no solo un postre, sino una conexión con lo que creían perdido. Y así, entre sabores y memorias, Doña Carmela seguía endulzando la vida en el corazón del Quito eterno.
Autor: Sebastián Cruz.
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