Venganza y Redención

La vida de Santiago en la universidad era un tormento. No había día en que sus compañeros no lo señalaran, burlándose de su delgadez, sus enormes gafas, y su pasión por los libros de mitología. Le decían «el espantapájaros», un apodo que resonaba en los pasillos como un eco cruel que lo perseguía. Santiago, sin embargo, guardaba silencio. No porque fuera débil, sino porque en su interior crecía una tormenta.

Una tarde, después de soportar una humillación particularmente amarga, Santiago buscó refugio en una librería antigua en el centro de Quito. Entre estantes polvorientos, encontró un libro pequeño, encuadernado en cuero negro, sin título en la portada. Dentro, las páginas hablaban de rituales olvidados, de la comunión con los espíritus de la noche y del día. Una página en particular llamó su atención: «El Rito de la Dualidad». Según el texto, un alma atormentada podía invocar dos formas: una para sembrar terror en la oscuridad y otra para hallar consuelo en la luz.

Esa noche, con el volcán Pichincha como testigo, Santiago llevó a cabo el rito. En el centro de un círculo de sal, colocó plumas de cuervo y colibrí, junto con un cuenco lleno de agua recolectada de las lluvias de Quito. Susurró las palabras del conjuro en voz baja, con la furia de un alma quebrada. Al final, sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo y, por un instante, el mundo pareció detenerse.

Cuando la medianoche llegó, Santiago sintió cómo sus huesos se transformaban y su piel se cubría de plumas negras. Sus ojos, ahora rojos como carbones encendidos, podían ver con claridad en la penumbra. Era un cuervo, majestuoso y siniestro. Con un graznido, salió volando hacia la residencia universitaria.

Esa primera noche, los acosadores de Santiago no supieron qué los golpeó. Desde las sombras, un cuervo gigantesco los acechaba, sus alas desplegadas como una cortina de oscuridad. Graznaba con un sonido aterrador que parecía venir de lo más profundo del infierno. Algunos intentaron espantarlo con gritos y objetos, pero el cuervo era implacable. Cuando finalmente lograban huir, llevaban consigo el miedo en sus corazones, incapaces de dormir por las visiones del ave que parecía surgir de sus peores pesadillas.

Sin embargo, al amanecer, Santiago volvía a transformarse. Sus plumas negras daban paso a un plumaje vibrante y colorido. Como un colibrí, sobrevolaba los jardines de Quito, disfrutando de los colores vivos de las flores y el dulce néctar de su fragancia. En esos momentos, sentía paz, como si la luz del sol y la belleza de los jardines lavaran su alma de la oscuridad que abrazaba por la noche.

Los días pasaron, y el terror del «cuervo de la medianoche» comenzó a extenderse entre los estudiantes. Nadie sabía quién o qué era, pero los acosadores de Santiago comenzaron a cambiar. Sus rostros se volvieron pálidos, sus voces temblorosas, y sus risas maliciosas se extinguieron. Algunos dejaron de asistir a la universidad; otros pedían disculpas a sus víctimas, temerosos de que el cuervo los visitara nuevamente.

Santiago observaba en silencio, satisfecho de que el equilibrio comenzara a restaurarse. Por las noches, se convertía en el vigilante oscuro que sembraba el terror, y por las mañanas, era el mensajero de la alegría y la vida.

Sin embargo, con el tiempo, Santiago empezó a notar algo inquietante. Cada noche, su forma de cuervo se hacía más grande y monstruosa. Sus graznidos se convertían en rugidos, y su sed de venganza crecía incontrolablemente. Por otro lado, como colibrí, sus colores comenzaban a apagarse, y las flores que visitaba parecían marchitarse al contacto.

Finalmente, una noche, mientras acechaba a uno de los pocos que aún se atrevían a burlarse de él, Santiago se miró en un charco de agua bajo la luna llena. Lo que vio lo horrorizó: sus ojos de cuervo ya no eran rojos, sino completamente negros, y su reflejo parecía el de una bestia sin alma.

Fue entonces cuando comprendió el precio del poder que había invocado. No podía haber equilibrio entre la oscuridad y la luz si ambas eran alimentadas por el odio. Decidió que debía detenerse, pero el conjuro había atado su esencia a las dos formas, y deshacerlo requeriría un sacrificio que aún no estaba dispuesto a hacer.

Autor: Sebastián Cruz.

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